noviembre 03, 2008

Aquél día

Recuerdo aquél día, eras la niña tierna, dulce, bien portada, tímida, callada. Te acercaste a mí, movida por tu deseo, te besé. Cruzamos un par de palabras, te conduje a mi casa; tus ojos cafés brillaban, tus manos, delgadas y de un blanco fantasmal, temblaban. El día era gris, llovía y nosotros estábamos mojados (aunque tú mucho más que yo).
Rápidamente subimos a mi alcoba, la cama destendida, las cortinas sucias, las ventanas heladas. Adentro hacía mucho frío. Mi estómago sentía el aletear de las mariposas, mis piernas se movían convulsivamente presas de la excitación. Fui a mi ropero, del bolsillo de un suéter viejo saqué la bolsa transparente, se me hizo agua la boca; tus ojos revelaban el sentir de tu alma: nunca habías visto a María, no tenías idea de que yo era su amante. Sacrifiqué el delicado, con gusto vi cómo su corazon caía al bote de basura, lo reemplacé por el de María, me deshice de su hígado para que no filtrara la esencia de su nuevo habitante, lo llené de saliva y, finalmente, le prendí fuego.
Te besé con pasión, y tú respondiste. Mis manos recorrían tu cuerpo, lentamente fui despojando a la cebolla de sus capas, no me hizo llorar, al contrario, mi cuerpo se llenó de gozo al descubrirte por completo. Por fin pude observar tu anatomía: cuello largo, senos medianos y redondos, coronados por unos hermosos pezones que, debido a la excitación más que al frío, estaban erectos, duros. Tu vientre me fascinó, era aún más blanco que tus manos. Las piernas tuyas, aunque marcadas por algunas cicatrices, eran preciosas. De inmediato las quise besar, ponerlas sobre mis hombros.
Mis manos curiosas siguieron el camino de mi mirada. Tu expresión lo dijo todo, nunca habías experimentado algo así. Mis labios siguieron a los otros dos exploradores, aunque le llebaban bastante ventaja, los pudo alcanzar. Podía sentir cómo latía tu carótida izquierda mientras ahincaba un poco los dientes en tu cuello. Recorría con la lengua tu pecho, besé con desesperación tus senos, alentado por los gemidos que se abrían paso a través de tu garganta hasta inundar la habitación. El camino hacia tu sexo fue muy rápido, aunque súmamente placentero. Una vez ahí, mi lengua le rindió culto al templo del himeneo. La boca seca a causa de María demandaba tu fluido, que con gusto le diste.
Extremadamente excitada me quitaste la ropa, me arrojaste a la cama e hiciste lo propio, María ayudó al rey rojo-azul, anteriormente desterrado por su padre, el rey gris, a recuperar su trono. Todo el reino resintió el cambio, alrey rojo-azul le gusta el caos, no le importa desgastar a sus súbditos ni las consecuencias de sus actos.
Abrí tus piernas, me introduje enmedio de ellas, el devoto merodeaba la entrada del templo. Poco a poco y con cuidado empezó a adentrarse en él, nunca antes explorado. Tu semblante cambió, ahora reflejaba un poco de dolor mezclado con el placer que habías sentido anteriormente. Cuando, por fin, el devoto se pudo abrir paso hasta el altar del templo, ambos nos ahogamos en éxtasis, el rey rojo-azul dio la orden al devoto de continuar con sus plegarias.
Al fin culminó el rezo, el devoto dejó su alma en el templo y se retiró. Te besé, ya no con pasión, fue un beso muy tierno, casi paternal; todo estaba bien, no tenías de qué preocuparte.
El reino terminó devastado, dormimos. Un ángel que volaba muy alto, llega a las puertas de una humilde casa. Ella sale, lo estaba esperando desde hace tiempo. El ángel se le acerca, con una espada muy filosa le atraviesa el estómago. La cara de ella muestra incredulidad más que dolor. Ya no va a poder ser madre del hijo de Dios.

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