julio 05, 2011

"Si Dios perdona, el tiempo no"

Ya pasó casi un año desde la última entrada del blog. La verdad es que debió pasar más tiempo: no es que alguna vez haya escrito algo verdaderamente bello, pero las últimas entradas de plano si están bien pinches, nunca debieron existir; pero ni modo, ahí están. Dejé de postear porque me sentía incapaz, porque el cerebro andaba bien seco, porque me di cuenta de que lo que su servilleta escribía no hacía ninguna diferencia en el mundo (lo confieso, antes pensaba lo contrario).

Un año sin postear, tres de entrar a la hermosa facultad, dos y medio de pachequear fervorosamente, "como si fueras nomás para un día", diría la jefa; como año y medio desde la última vez que me enamoré, otro año y medio de haber escuchado una rola de esas que ocupan un lugar especial en la memoria. Dos o tres semestres de no clavarme realmente haciendo un trabajo de la escuela, como ocho meses de haber cortado voluntariamente la comunicación con mi hermano, el que siempre está ahí apoyando. Veinte años y medio (un poco más) de haber nacido y como doce de (conscientemente) hacerme daño, cada vez más duro... Chale, nomás no salen las cuentas. Y después de todo, mi mundo sigue girando en torno a los mismos malviajes, a las mismas cosas que me han atormentado desde niño. Igual y han ido cambiando un poco, más bien matizándose, pero desde la pubertad (tal vez), cuando adoptaron su forma última, no ha habido un cambio sustancial en ellas. Las cuestiones con las que me enfrento no son diferentes a las que enfrenta una teen de 14. 

Pero parece que vamos saliendo poco a poco del bache, ahora sí. Por eso el regresar a teclear idioteces, por puro placer. Andar limpio (salvo un par de tropezones) tiene sus recompensas: ya he vuelto a soñar, y eso rifa mucho. No sé si alguna vez pueda volver a los sueños de la infancia, a salirme de mí mismo y andar dando el rol por toda la casa, rebotando en las paredes y viéndolo todo, pero soy optimista. Aunque nunca más pueda experimentar esos viajes no importa tanto, los sueños actuales no se quedan tan cortos de aquéllos.

El más grande placer que existe es cagar, pero para poder hacerlo primero hay que comer. Comer es un acto social (no del todo, claro está, sin embargo, un factor importante de comer es hacerlo con alguien. Comer crea vínculos en las personas), pero cagar no: a pesar de que "un mexicano nunca mea solo", la mayoría de la gente caga sin compañía. A la banda le gusta que uno le invite de su comida y uno gusta de ser invitado a comer. En cambio, nadie quiere que lo embarren de mierda ajena, es más, todos nos cuidamos de batirnos con la propia. Existe el dilema este de si "comer para vivir" o si "vivir para comer", yo creo que el dilema no es tal, el verdadero desmadre consiste en "comer para cagar". ¿Y qué pasa cuando uno la caga demasiado? Primero, adelgaza (recuerden la dieta de la ballena, del Chef Ornica: "sentarse en la taza hasta dejarla llena"). Luego, se corre el riesgo de batir a los demás y, por ende, ganarse su desprecio. Por último, existe la posibilidad de llegar a un callejón sin salida: cagar y cagar, cagarla, cagarse, andar de mierdero y no hacer otra cosa; así de cabrón es esto de las cacas. Al principio uno se siente la gran caca, después, poco a poco, se va perdiendo color, consistencia, cantidad. Ya no hay grandes mojones, sino pequeños hilitos más bien acuosos, verdosos y con olor a entraña. Pero, como es necesario comer para cagar y uno deja de hacer todo por andarla cagando, llega el punto en el que ya no hay más caca que hacer, en el que la única solución es comerse su propia mierda para seguir cagando. Aún así el viaje debe terminar en algún momento, cuando ya ni siquiera hay caca qué comer, cuando ya no se puede cagarla más. Es ahí cuando hay que detenerse, ver por encima del hombro, recapitular un poco.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Escribe ahora que eres joven y veraz que después te servirá para sentir esa primer sensación que tuviste al escribir.
Saludos...