octubre 19, 2009

Otra vez, sin título

Cuando entré a la facultad, en primer semestre, me hice amigo de Luis, un tipo sumamente inteligente y extraño. Algún día lo escuché participar en alguna clase y me llamó la atención. Nos hablamos, nos estimamos y nos reímos juntos muchas veces. Él dejó de ir a clases a medio semestre, pensé que nunca más lo volvería a ver. Cuando entré a segundo lo volví a encontrar, asistía a sus clases como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Después de dos o tres semanas volvió a irse, esta vez para siempre.

Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que hablé con él (o él conmigo), ya nunca supe si podríamos sobrevivir a una amenaza zombie, ni si alguna vez podría complir su ideal de dejar de comer, al estilo Novela-de-Auster. No sé muchas cosas, ni siquiera si sigue vivo.

Todos los ejércitos buscan reclutar gente en sus filas. Mi ejército de una sola persona lo había reclutado para que pudiéramos pelear juntos, sin saber contra qué. Mi ejército, como cualquier otro, es injusto, cree que su batalla es la única que es justa, que no daña a nadie, cree que necesariamente debe pelear. Mi ejército es igual de pendejo que cualquier otro, se excusa en posturas desgastadas que claman paz para cometer los actos más atroces. Mi ejército gusta de juzgar a los demás, reprobando sus posturas, sabiendo que él mismo las tiene.

Luis ni siquiera murió en batalla, se retiró, abandonando a los demás (a mí). Otra vez estoy solo, peleando por la causa injusta, contra el mundo, cansado de sostener un ideal que no lo es.

Desde la secundaria, después de leer 1984, sabía que no quería vivir como ellos, no-pensando. Me empeñé en resistir, citando a Orwell y a su novela como se cita a Dios y la Biblia. Ahora me doy cuenta de la insensatez de mi resistencia, ahora que ya no recuerdo la novela, ahora que sólo repito algunos fragmentos muertos. La lucha ha perdido sentido, el culpable soy yo.

¡Qué difícil es, después de llenar de minas al mundo, caminar en él, intentando esquivarlas! Las minas ni siquiera fueron puestas con buenas razones, no. Las puse al calor del prejuicio, con la mente completamente cerrada, poniendo a todo el mundo en categorías para después despreciarlas todas, sin darme cuenta de que, irremediablemente, yo estoy inmerso en muchas de ellas. Me doy cuenta, ahora, de que mi consigna ha sido odiar a todo el mundo por no ser como yo, pero ¿cómo soy yo? como todo el mundo. Me odio por odiar a todos, por sentirme superior sin ninguna razón, me odio por odiarme.

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